Crónica: De aves poseídas y Ajolotes gordos

La gente se traslada de un lado a otro… No me refiero a trasladarse, más bien pululan. Se mueven de un puesto que vende bebidas alcohólicas a otro que vende lo mismo, piden cervezas de modo mayorista y transportan canastas llenas de material edible. Discuten, ríen, riñen y al final, todos abordan su navío. La escena recuerda a las famosas góndolas venecianas, pero en este caso, no hay glamour, de hecho, todo lo contrario. Es un lugar en el que nadie recuerda nada, lo que sucede se queda en la memoria de las verdes aguas.

Todos son pares, aunque no se transporten en la misma embarcación se comunican, se gritan entre ellos. Se divierten tremendamente en este mar de islotes fabricados y aguas potencialmente nocivas.

Las cervezas circulan, al igual que las botanas, a veces, también, drogas ilegales, pero no importa, nadie observa, nadie recuerda. La fauna es abundante, sucios patos conviven en las aguas infestadas de lirios con blancas y alargadas garzas, quienes de vez en cuando atacan a los visitantes no bienvenidos.

Mientras más tiempo pasa, más pierdes la noción del mismo, las aguas de vuelven de colores indefinidos y te pierdes en un caudal de sinsentido que parece no acabar, en el que de vez en cuando se aparecen tríos de músicos flotantes que cantan y tocan sus instrumentos sin importarles el hecho de que en realidad nadie les escucha, pescados inmortales y manatíes extintos.

El final del recorrido se agradece, sin embargo, sobreviene la nostalgia, el hecho de que en realidad no sabes cuánto tiempo ha pasado desde que abordaste la psicodélica nave tiene como resultado el que no haya sido tiempo suficiente. Cuando salen de la nave, los visitantes caminan en silencio, pagan lo que haya que pagar, y se trasladan a sus vehículos, en silencio, recordando lo que acaba de suceder, pero no lo comentan, todo ha de quedarse en las aguas que todo lo vieron.